Fuente: http://alfredoautiero.blogspot.com/2013/02/aconcagua-2013-centinela-de-piedra.html 2 de febrero de 2013
El viento frio
era testigo absoluto de la altura que habíamos alcanzado, al salir de la loma
un cóndor surcaba el aire a ras de la verticales rocas que demarcaban el cañón
del río Horcones, que esa mañana del 8 de enero representaba el inicio de
nuestra verdadero intento por escalar la montaña más alta de los Andes. Habían
quedado atrás todos esos incómodos momentos de preparativos, esperas y tramites
gubernamentales que son dignos del mejor malabarista del “Cirque du Soleil”,
había llegado el momento de dejarse acariciar por el viento, abrazar por los
pensamientos y contar con el innegable apoyo de un equipo que poco a poco iría
sumando pasos hasta poder lograr la tan anhelada cumbre.
Ese día 8 la caminata,
lenta pero constante nos tendría que llevar poco a poco hasta el primer punto
de aclimatación… “Confluencia”, allí, parte de nuestro equipaje esperaba ser
desplegado para brindarnos el “confort” que junto a otros elementos de
“Fernando Grajales” (Agencia que estaría
a nuestro lado para facilitarnos ciertos aspectos logísticos con los que
podríamos, de una manera más cómoda, ajustarnos a los requerimientos de esta
enorme montaña). La altura de “Confluencia” en la que los ríos provenientes de
los glaciares Horcones Superior e Inferior se dan la mano, es un lugar ideal
para iniciar esta importante fase de aclimatación en el proceso previo a
escalar este coloso de piedra. 3.368m es una altura que no debiera molestar a
nadie en este lento proceso, sin embargo, la calidad de las aguas del lugar y
su alto contenido de “magnesio”, nos jugaron una mala pasada con Amalia quien,
a pesar de no sentirse muy mal, pasó prácticamente toda la noche con malestar
estomacal y fuertes vómitos, que solo se detuvieron al cambiar la ingesta de
agua con botellas comerciales que por suerte pudimos adquirir en el mismo
campamento.
El día 9 lo
utilizamos para ascender lentamente hacia “Plaza Francia”… lugar que da inicio
a la majestuosa “Pared Sur” del Aconcagua, 3.000m de desnivel separando
verticalmente la base, de la cumbre de este gigante, haciendo de ella una de
las rutas más difíciles y cotizadas de todas las montañas del mundo. El clima
era auspicioso y el paisaje magnificente, los estratos geológicos se
superponían en estas paredes gigantes para mostrarnos su intimidad a través de
los siglos, mediante fuerzas desgarradoras que fueron capaces de levantar la
tierra hasta formar a este coloso llamado “Aconcagua”. En nuestro acercamiento algunos grupos ya
comenzaban a perfilarse como nuestros contemporáneos en el ascenso al
“Centinela de Piedra”, entre ellos argentinos, rusos, franceses, canadienses,
japoneses y así un sinnúmero de expediciones que provenientes de diversos
lugares del mundo compartían un mismo sueño, acariciar la fría superficie de
ese punto que se daba por llamar… Aconcagua.
Al día siguiente,
el 10, desde temprano empacamos nuestro equipo, desmontamos las tres tiendas de
campaña y entregamos todos los morrales y bultos a los “muleros”, que a la
orden de “Grajales”, se encargarían de trasladarlo al verdadero “Campo Base”
del Aconcagua… “Plaza de Mulas”. El agua de “Confluencia” había estropeado el
estomago de Amalia por lo que tomamos la larga y tediosa caminata hacia nuestro
siguiente objetivo con toda la paciencia del caso. Poco a poco
fuimos cruzando las extensas llanuras empedradas de “Playa Ancha” y al final de
la tarde, las fuertes pendientes de “Cuesta Brava” fueron nuestro último
obstáculo antes de llegar a
“Plaza de Mulas”. Las lejanas carpas y fluorescentes “mangas” que delimitaban
los helipuertos vecinos a la estación de guardaparques y a la medicatura nos
daban la bienvenida a un surrealismo en el que un improvisado concierto de
“rock” llamaba la atención con pintorescos personajes celebrando el final de
una nueva jornada al ritmo de una desatinada mezcla de flautas, tambores y
cualquier otra “cosa” que pudiera brindar un sonido parecido a la “música”.
Amalia y yo atravesamos un mundo de carpas, la mayoría identificadas con
nombres de empresas prestadoras de servicios, hasta ver a Edgar y José, que
agitando los brazos nos indicaban el sector correspondiente a “Grajales”…
nuestro “hogar” para los próximos días. El “Staff” del lugar se presentó y nos
asignaron así nuestra carpa comedor en la que discurrirían muchas de las horas
antes de comenzar el ascenso hacia la cumbre de esta montaña. Eran las 9:15 de
la noche y un enrojecido cielo se llevaba consigo el último rallo de luz del
día y poco a poco el frío de la noche iba haciendo prepararnos para el merecido
descanso, naturalmente no sin antes tomar una suculenta cena preparada por el
cocinero encargado del campamento… Emanuelle. El sonido del cierre de la carpa
tardó menos que nuestros parpados al cerrarse y sumirnos en un profundo sueño,
solo una lejana “música” rompía el profundo silencio del lugar, que al salir el
sol se descubriría como un sitio muy diferente al que habíamos encontrado. Un
día de descanso bien merecido, nos obligó a cumplir con el compromiso del
“chequeo médico” exigido por la “Dirección del Parque Aconcagua”, en el que
todos presentábamos condiciones de salud óptimas exceptuando ligeras trazas de
deshidratación aumentadas por el uso del “Diamox” como elemento preventivo del
“Mal de Altura”. Esta fue una excelente excusa para aumentar nuestra ingesta de
bebidas y dedicar las horas libres del día a comer, comer y luego… seguir
comiendo. Dedicamos varias horas de la tarde a la selección y arreglo del
equipo que al día siguiente tendríamos que subir a nuestro primer campamento de
altura ubicado en “Nido de Cóndor”, una meticulosa selección nos obligaba en
diferentes ocasiones a desprendernos de cosas que varias semanas atrás habíamos
considerado indispensables… José me decía: ¿“Alfredo 6 medias”?, a lo cual yo
respondía de manera inclemente… “No, solo 4”. Y así pasaban las horas y de
igual manera el calor del día, dando una vez más el paso a un frío que nos
hacia utilizar todo el equipo que disponiamos para ser utilizado en alturas
mayores. Sueños, pesadillas, ronquidos cruzaban el frío y oscuro ambiente de la
noche en el que solo nuestro saco de dormir actuaba como una gran coraza
protegiéndonos no tan solo de la inclemencia climatológica sino de nuestra
agitada mente, pudiendo así finalmente caer en el sueño profundo que
verdaderamente nos hacía falta.
A pesar de la
suave caricia de luz que llegaba a través de la delgada tela de nylon de las
carpas, salir del saco de dormir se convertía en un verdadero reto a la
voluntad de cada uno de nosotros, solo la obligación de comenzar la jornada, nos
empujaba al aire frío matutino y al unísono, dentro de nuestra carpa comedor,
todos aguardábamos a las 9:15 de la mañana, hora en la que el sol nos abrazaba
con su calor e intensa luz. Como hormigas, todos los habitantes de “Plaza de
Mulas” comenzaban a salir de sus carpas y a prepararse para la jornada… la
nuestra, sería dura, nos tocaba hacer nuestro primer “trabajo de porteo” a
“Nido de Cóndor”, 1.100 metros de desnivel que nos colocarían a 5.500 metros de
altura para ir así, lentamente acostumbrando nuestros cuerpos a las duras
condiciones de la altura. “Pole Pole”, “Vistari Vistari”, “Piano Piano”, de
cualquier manera que se diga y en cualquier parte del mundo, nunca había sido
tan cierto este “dicho” en el que se refleja la prudencia y el ahorro de energías
que debe prevalecer en las “Altas Montañas”. Las pendientes que llevan a “Nido
de Cóndor”, están surcadas por largos “zig-zags” que poco a poco van remontando
la inclinada cuesta, que con morrales rondando los 14 Kg. se hace más fuerte de
lo que tradicionalmente esperábamos. Por suerte, se trataba de dejar el equipo
y regresar casi inmediatamente al “confort”
y la buena comida de Plaza de Mulas, para tomar 1 día adicional de
descanso y recuperación y así finalmente el 14, avanzada la mañana, despedirnos
de “Plaza de Mulas” hasta que, con la cumbre o sin ella, diéramos por
completada nuestra aventura.
El sonido del
helicóptero era prácticamente nuestro despertador en “Plaza de Mulas”, el aire
frío de la mañana era aprovechado por los pilotos para cumplir con el sinnúmero
de tareas que tenían asignadas… retirar las excretas acumuladas en todas las
letrinas del lugar, realizar los rescates que fuesen necesarios, entregar
provisiones y equipos, así como hacer traslados de pasajeros hacia la zona de “Horcones”.
Una vez abiertos los ojos y darle rienda suelta a las emociones que rondaban
nuestras cabezas, el sueño daba paso inmediato a las ganas de entrar en acción,
esta era la única manera de “exorcizar” nuestros miedos e inseguridades,
especialmente esa mañana del día 14 en la que ya tendríamos que despojarnos de
todas las comodidades del Campo Base y emprender la escalada definitiva hacia
la cumbre de los Andes. Poco antes de medio día, con un emotivo saludo al
“Staff” Grajales emprendimos el ya conocido camino hacia “Nido de Cóndor”…
lento, un paso daba chance al siguiente, una pendiente a la otra, alternando
todo con periódicos y desordenados descansos y ese testigo ineludible, el
tiempo, que era testigo de nuestro ascenso. Fui quedando rezagado admirando el
innegable trabajo de José hacía al marcar el paso de una manera disciplinada y
ejemplar al resto del grupo. Todos lo seguían y demostraban cuan acertada era
su técnica para administrar las energías en este lugar en el que la altura
marcaba la prudencia en el uso de este escaso recurso. Al final de la tarde ya
todos estábamos en la “cota” correspondiente a Nido de Cóndor. Nuestra llegada
se vio adornada por una sutil pero persistente nevada que nos obligó a
apresurar los arreglos para pasar la noche y prepararnos para el descanso del
día siguiente en el que permaneceríamos toda la jornada a esta altura para ver
como respondía nuestro cuerpo a la altura y, en caso afirmativo, continuar con
nuestro ascenso hacia el campamento “Cólera” (5.870m) el día 16.
Era 15 de enero,
sabíamos que se acercaba la hora final, después de intentar encender una
cocinita marca “Doite” y haber fracasado en el intento, nos tuvimos que
conformar con pasar casi todo el día intentando hacer unos 14 litros de agua
para distribuirlos en las botellas personales y preparar algo de comida… una
tarea titánica que comenzó a crear inquietud en el grupo, que afortunadamente
respondía muy eficientemente ante las inclemencias de la altura y el frío
exagerado. Esa noche estuvo marcada por un fuerte viento que zarandeaba la
carpa de un lado a otro haciéndonos esperar lo peor del momento. Entre un
sobresalto y otro, la noche fue dando paso al brillo gratificante del sol que
trajo consigo una merma en la fuerza que había traído el viento durante la
noche. Escogimos solo lo necesario y enfilamos hacia el campamento “Colera”,
que a pesar de ser solo 370m más alto, se hacía notar el efecto imborrable de
la altura, cuyo único aliciente era que por cada metro ganado, era un metro más
de proximidad a la cumbre. Al pasar el refugio “Berlín”, solo una pronunciada
pendiente nos separaba del lugar donde pasaríamos las dos últimas noches bajo
la incomodidad del frío, la sed y la altura. La noche del 16 el termómetro
marcaba -15°C, lo que aumentaba la lucha interna por comenzar nuestra caminata
a la hora prevista… 4:30am. Era como un sueño vivido, en el que como sonámbulos
íbamos colocándonos uno a uno los implementos que utilizaríamos durante el
ascenso del día hacia la cumbre. Lentamente entre susurros y el sonido del
viento, nuestros pasos comenzaron a enfilar hacia la cuesta al mismo tiempo en
el que tímidamente el sol iniciaba a inundar con sus caricias la superficie de
las altas montañas que nos rodeaba… “Tupungato”, “Tolosa”, “Catedral” y muchos
otros que daban al lugar la magia necesaria que nos permitía avanzar en nuestro
“calvario” de esfuerzo y frío. Paso a paso, como ya se había hecho costumbre,
José marcaba los pasos con la paciencia que le acostumbraba y poco a poco los
metros para llegar al objetivo se iban acortando. Un ligero error me hacia
tener que caminar sin “crampones” aumentando así la dificultad en las
pendientes de mayor inclinación separándome así lentamente del grupo y,
subyugado por el caluroso abrazo del sol, a la altura de “Piedra Blanca”, una
gran roca me sirvió de “trono” para detener de manera definitiva mi marcha… era
mi momento de regreso. Con la esperanza y el fuerte deseo por el éxito del
resto del grupo, lentamente emprendí el descenso en busca de algún confort
dentro de ese mundo de helados vientos y sensaciones extremas.
Una vez en el
interior de la carpa, mis ojos se cerraron con el sueño del cansancio y el
olvido hasta que, de pronto, una voz me sacó del letargo… era José que
mencionaba mi nombre, el tiempo había sido muy corto para él haber llegado a la
cima. Sin muchas preguntas pude percatarme de sus pies helados, las medias
frías y húmedas denotaban que algo había pasado con sus botas y lo habían
obligado a retroceder ante la posibilidad de males mayores… También él se tendió
entre los sacos de dormir y a pesar del dolor de sus pies, fue siendo seducido
por el intenso cansancio y sopor de la altura. Tan pronto la temperatura y el
ánimo me lo permitieron, salí de la carpa para preparar agua, sabía que íbamos
a necesitar mucha agua y también algo de comida. Agazapado en la entrada de la
carpa poco a poco fui derritiendo nieve y acompañado de algunos saborizantes,
el agua insípida y desmineralizada de los neveros se fue convirtiendo en ese
acostumbrado sabor a comida y bebida que reconfortaría nuestros cuerpos.
Acercándose las
10:30 de la mañana, la figura de “Giampi” apareció en la lejana pendiente y no
tardó mucho en alcanzar nuestro campamento… él también había desistido de su
intento por llegar a la cumbre, debido al fuerte viento que soplaba en las
proximidades de la “Canaleta”. A partir de ese momento, nuestras miradas no se
separaron de las pendientes que conducían a la cumbre. Amalia, Viviane y Edgar
eran los tres restantes del grupo en los que nuestras esperanzas estaban
colocadas. Las diferentes cordadas que habían salido en la madrugada fueron
apareciendo una a una y tratábamos de indagar entre ellas sobre el destino de
nuestros tres compañeros, los colores de sus chaquetas, la forma de caminar,
sus estaturas, se transformaron en un juego de azar entre nosotros. Finalmente
cerca de las 6 de la tarde sus tres figuras llenas de entusiasmo aparecieron
ante nuestros ojos y en poco tiempo, entre abrazos y llantos nos confirmaban lo
que tanto habíamos estado esperando…
Jueves 17 de
enero a las 14:42, Amalia Carrillo M., Viviane Chonchol y Edgar Cerezo lograron
alcanzar la cima del “Centinela de Piedra”, ahora solo quedaba comer, beber,
descansar y huir a tierras más cómodas. Aún nos faltaban 5 días para llegar a
Mendoza, sin embargo, ya rondaba en nuestras mentes el sabor a comida fresca y
buen vino. El baño de agua caliente, las cobijas limpias y cortos paseos por
las calles de la ciudad eran ahora el aliento para dar el siguiente paso, más
adelante ya pensaríamos en nuestro nuevo objetivo… que seguramente compartiré
con todos ustedes.